jueves, 18 de enero de 2007

Quique de Maria


Anoche fui a un bar y me tomé un rico cortado con el último peso que me quedaba. -
Rico estaba pero... no valía un peso.
El mozo en principio se mostraba amable explicándome que era cierto que costaba un peso de día, pero que por la noche au­mentaba a un peso y medio.
Entonces yo retruqué aseverando que no podía considerarse noche a ese confuso momento de la jornada que estábamos atra­vesando. Pero el punto sustentaba su posición con el argumento de que si no había sol, eso era la noche. Así de claro, o de oscuro.
Inmediatamente apelé a la teoría del valor del cortado según el momento en que se pide.
—Yo entré al bar, me senté a la mesa e hice el pedido, siendo aún de tarde... bueno... tardecita - me corregí a los efectos de partir diferencias. El mozo no contestó, pero me amenazaba con la furia de su mirada muy elocuente, al punto que juraría haber escu­chado sus ojos. Pero proseguí con valentía.
—Es más, me atrevería a decir que el cortado llegó a mi mesa con los últimos vestigios purpúreos de la jornada —agregué yo, que vengo leyendo a Whitman.
—Sí, pero comenzó a beberlo luego de que el último rayito de sol desapareciera devorado por el lejano horizonte - respondió el otro que no sé a quién vendría leyendo, y apelando de ese modo a la teoría del valor del cortado según el momento en que se ingiere.
Rápido de reflejos le dije que no me viniera a hablar de hori­zonte siendo que el edificio que estaba enfrente tapaba ¡el horizonte, el ombú y hasta a Don Segundo Sombra tomando mates.
Entonces el mozo me hizo notar que el edificio de enfrente obstruía el horizonte que corre de este a oeste, y que a los efectos de definir el precio del cortado lo que realmente importaba era el horizonte que corre de norte a sur, que está a la altura de Córdoba y Donado aproximadamente, haciéndome entender claramente, que las discusiones acerca del horizonte dentro del ejido urbano son un poco mas complejas que en la inmensidad de la pampa.
Pronto me di cuenta de que todo marchaba hacia una derrota segura para mi, de modo que apelé al recurso de las condiciones climáticas, y traté de persuadirlo de que si se fijaba bien, cuando yo había bebido el cortadito, era de día aún, solo que, como justo se había nublado, daba la sensación de que el día parecía noche.
Pero el mozo —que a esa altura, no había dudas— estaba empecinado en cobrarme un peso con cincuenta, me apabulló.
—A la hora que usted empezó a consumir la aludida infusión, el cielo estaba totalmente despejado.
—¡Vamos viejo! —contraataqué— Es imposible que usted se haya fijado en las condiciones climáticas mientras atendía sus menesteres gastronómicos.
—A esa hora —bramó furioso— teníamos cielo despejado con una visibilidad de 15 kilómetros, viento del sector este a 10 kilómetros en la hora, 33 grados la temperatura y 88 el porcentual de la humedad...
Y me dio hasta el dato de los hectopascales, y por las dudas me detalló todos los datos de la lista de precios, y al pasar por el rubro cafetería, me recordó que el cortado en horario nocturno costaba un peso con cincuenta centavos.
En honor a la honestidad intelectual acepté la derrota y depuse armas incondicionalmente.
—Macho... —confesé— la verdad es que no tengo más que un peso.

POSTRE DURO
Mi tío Miguel siempre se caía con algo curioso. Me acuerdo aquella vez que vino a comer con la tía Petra, y llegó la hora de los postres.
Mamá vino de la cocina con una cantidad enorme de frutas. "Yo voy a comer una manzana" dijo papá, "yo voy a comer una naranja" dijo tía Petra, y así todos, mi hermano una pera, yo una mandarina, aquel otra mandarina. "Yo voy a comer una sandía" dijo mi tío Miguel. Todas las miradas se posaron en él, nadie dice que se va a comer una sandía y más curioso aún es tomarla con una sola mano. Un tipo que se sirve una sandía entera con una sola mano, da incluso la sensación de que se la va a comer con cascara y todo.
Pero lo más llamativo no había llegado todavía. "Mira que to­maste vino", le advirtió mamá. ¡Para qué! Se la dejó picando, era lo que estaba esperando tío Miguel. "¿Y qué?", preguntó pero lo hizo con una arrogancia de esas que solo él alcanzaba.
El gran tío Miguel, el que se las sabía todas, a punto de enfren­tarse al mito estival más temido en el seno de mi familia: sandía con vino, una mezcla capaz de matar a un paquidermo. Según noso­tros, la principal causa de mortandad en el mundo se debía a que la gente comía sandía después de haber tomado vino.
"¡No seas loco, tomaste vino, Miguel!" le advirtió mamá. "¡Para, Miguel, para por favor!" y tío Miguel como que se regodeaba ante la alarma generalizada, la que se completaba con la cara de mis hermanos y yo, que estábamos mudos, pálidos, y con nuestros ojos que se iban agrandando hasta un tamaño tal que la sandía que se estaba por comer tío Miguel, hubiese cabido perfectamente en
calidad de basurita en cualquiera de ellos.
"Siempre come sandía con vino" sentenció tía Petra. Tío Mi-
guel sonreía, se inflaba cada vez más, y empezaba a cortar la san-
día con la ampulosidad con la que se preparan los grandes atletas
antes de una prueba o los arqueros internacionales en los momen-
tos previos a la ejecución de un penal. No había dudas que le
gustaba el centro de la escena al tipo.
Nunca me había percatado de esa debilidad de tío Miguel, ahora
lo entendía claramente, ahora lo podía ver, con razón un rato antes
se había negado a comer el pollo con las manos. Claro, se jactaba
de que viéramos su habilidad para comerlo con cuchillo y tenedor,
y vieras qué habilidad, no le dejó nada, peló los huesitos. Nadie
come el pollo con cuchillo y tenedor, y menos el ala como se había
comido él. ¡Y cómo se jactaba! "Dame otra presa, porque a esta
no le quedó nada", decía casi a los gritos, y ahí sí, tomaba el hue-
sito entre sus dedos, y lo mostraba con una grandilocuencia, que
ahora que lo pienso bien, daba asco.
Lo mismo un rato antes, en el aperitivo, había comido las acei-
tunas tirándolas para arriba y embocándolas. Y las dos últimas, las
tiró una atrás de la otra, ensartándolas de seguidilla.
Por fin lo entendía claramente, el tipo nos tuvo todo el tiempo
prestándole atención a él. Pero ahora estábamos en un trance más
crucial, el tío Miguel se iba a comer la sandía después de haberse
embuchado un litro de tinto. No había forma de que saliera ileso.
Estábamos todos petrificados, el único que reaccionó de mis her-
manos fue el Armandito, que salió corriendo para afuera y empezó
a llamar a sus amigos de la cuadra. "¡Chicos! ¡Chicos, vengan a
ver que mi tío se está por suicidar! Ojo: mamá siempre decía que
el Armandito, era el que había salido más parecido al tío Miguel.
Los chicos vinieron volando, esperando encontrarse con un in-
dividuo encañonado con un revólver en su sien o algo por el estilo.
Cualquier cosa menos un tipo con un cacho de sandía entre susmanos. De modo que se fueron todos desilusionados. Esto lo puso
mal a tío Miguel a quien el marco de público lo había entusiasma-
do sobremanera.
Aún así, tío Miguel era de esos que piensa que el show debe
seguir, por lo que se contentó con nosotros como única platea.
Como éramos los más íntimos, supongo que lo habrá elevado a la
categoría de avant premier, porque enseguida se lo volvió a ver
motivado, y ya desde el primer pedazo, empezó haciendo roncha,
se comía la sandía con semillas y todo (que según la mitología
estival te da "péndice" como decía mi nona María). Pero claro, un
cristiano comiendo sandía, por mucho vino que haya tomado pre-
viamente, es algo que a la larga deja de atraparte, salvo que se
tratte de mi tío Miguel. Al ver que ya algunos empezaban a desviar
la vista y a hablar de otra cosa dijo: "Bueno, éste pedazo lo voy a
acompañar con un vasito de vino" y ahí nos tuvo a todos boquia-
biertos nuevamente. Y así se las iba rebuscando para renovar nues-
tro interés. Ya a lo último mojaba la sandía en el vino.
Sin embargo, llegó la hora de ir a jugar y, si por nosotros fuera,
podía comerse un ladrillo con dulce de leche que en esa instancia
ya no había manera de retenemos.
Ahí empezó a los gritos, a tomarse la panza, y a gemir del do-
lor.
Nunca supe si la sandía le había caído mal de verdad o no, el
tema es que lo hospitalizamos igual. Tío Miguel se las arregló para
poder manejar él la ambulancia, pasando previamente por su cuadra
con la sirena a todo trapo ante el saludo efusivo de sus vecinos,
entre quienes gozaba de abundante fama, por destrezas tales como
salir en pleno invierno a la vereda en pijama o camiseta malla,
cantar "O Solé Mío" sin sacarse el pucho de la boca o pelar la
naranja y dejar la cascara de una sola pieza y varias habilidades
más. No faltando el vecino que dijera cosas como: "Miguel está
para el programa de Sofovich" o "Miguel sí que se las sabe todas".

Tío Miguel murió una tarde de febrero al pretender mostramos
cómo se saltaba del techo.
"Qué escalera ni escalera", fueron sus últimas palabras. Y dejó
este mundo con una sonrisa socarrona.
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A DOS FUEGOS
El lechoncito estaba en la edad de merecer, según el abuelo, pero la abuela le salió al cruce.
-A este patio no entra ningún porcino femenino -advirtió la abuela Helena que tenía la vocación de cabo primero frustada.
El abuelo Roque trató de persuadirla con todo el asunto de que era natural que el pobre chanchito necesitara.
-Y déjalo, si no lo trajimos para que goce ni para satisfacer sus demandas, sino para hacerlo engordar y comerlo -explicó la abuela siempre tan pragmática
La abuela tenía la teoría de que si morían vírgenes, morían más sabrosos. La cosa es que el chanchito estaba instalado en una suerte de chiquero que le había armado la abuela en un rincón del gallinero. Algo así como un chiquero-loft.
Con mis hermanos solíamos arrimamos a ver las gallinas, los polli­tos, el gallo, y hasta una paloma torcaza que había arrancado de po­lizonte y con el tiempo fue ganándose un lugar, terminando promocionada a la categoría de gallina por mérito de imitación. A todo esto estábamos acostumbrados, pero al porcino jamás. Era la primera vez que convivíamos con uno.
Al principio lo observábamos como a un bicho raro, pero con el correr de los días, el chanchito también se ganó un lugar entre noso­tros, y casi te diría que a la semana ya militaba en la categoría de amiguito nuevo. Y tenes que ver el día que lo mandamos al arco. Atajó mejor que el Petu Marianni. Al final lo bautizamos: Ángel. Y se ve que le caía en gracia porque lo llamabas, y él venía.
-¡No pueden ponerle nombre a un animal que nos vamos a co-mer! -vociferó el abuelo desconsolado-. ¡Yo no lo como! Me hace
acordar a mi tío el finado Angelito paz descanse.
-Mejor, más para nosotros -expresó la abuela, siempre pragmáti-
ca-. Las dos patas son para mí -se regodeó finalmente.
Si bien nosotros no estábamos en la postura extrema del abuelo,
que andaba peleando, primero los derechos sexuales del animal, y
luego ya se jugaba por los derechos porcinos en general. Pero ya
comenzábamos a sentimos un cahitos hermanados con el Angelito. El
abuelo sufría como loco, cada vez más, y la abuela estaba cada vez
más entusiasmada con comérselo. Y hablaba del chimichum que le
iba a preparar. El abuelo lloraba en silencio. Y de cómo lo iba a ado-
bar, y el abuelito se retorcía de dolor.
-Cómo me gusta la parte de la pata -se relamía la nona.
Pero lo peor, lo que más cruel le resultó al abuelo, fue cuando la
abuela empezó a ponerle todos los días al Angelito una manzana en la
boca como para ir viendo el tema del decorado. Ahí el abuelo no
aguantó más, y con una firmeza y autoridad inusitadas, le gritó.
-¡No, Antonia! ¡Al Angelito no lo vamos a comer nada! -tras lo
cual la abuela lanzó una carcajada que parecía no termnar nunca.
Eso también a mis hermanos y a mí nos pareció cruel. Por lo que
decidimos hablar con la abuela. La abuela nos demostró que seguía
tan pragmática como siempre.
-Yo no voy a engordar un animal para después no comerlo -res-
pondió, siempre sin abandonar su pragamatismo-. Chicos... sueño
con las piernas del Angelito... sueño con esos jamones dorándose a
las brasas -nos comentó la abuela suspirando, y daba la sensación de
escupir llamaradas por los ojos.
Llegó el día en que había que ajusticiar al Angelito, y la abuela
Helena nos miró como diciendo: «lo siento, ese es el destino del
chancho». Y partió para el patio con su capucha negra de gala, la de
finiquitar las mejores presas. Y fue automático, nos paramos todos de
golpe, mis hermanos, mi abuelo Roque, yo. Nos pusimos en el camino, le explicamos que tema que entender, que el Angelito era práctica-
mente uno más de la casa, que solo le faltaba hablar.
-Por eso matémoslo antes que se ponga a conversar con este vie-
jo -dijo la nona señalando con fastidio al nono.
Sí, ahí retrocedimos unos pasos, sin embargo insistimos, le supli-
camos, nos pusimos de rodillas llorando, rogando por la vida del An-
gelito. La abuela, entonces, quiso transar.
-Má sí, si quieren no lo matamos. Me conformo con que me den
las dos patas -dijo muy suelta de hombros.
El Angelito nos miraba como suplicando, que si no quedaba otra,
negociáramos.
-No va a ser la primera vez que hay que amputar para salvarle la
vida a alguien -argumentaba la nona para damos ánimo, ya en la cús-
pide del pragamatismo.
Finalmente, le ofrecimos un rescate suculento: medio lechón de
rotisería, un kilo de chivito, una bandeja de vitel tone, y una botellita
de tinto.
Así fue que lo salvamos al Angelito. Desde esa navidad comenzó a
sentarse a la mesa con nosotros, y lejos es el que menos come. Se
puede decir que es un chancho a dieta, super flaco... tal vez aprendió
del pragmatismo exacerbado de la abuela Helena.

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